

“¿Se van a portar bien?” La multitud rugió. Algunos contestaron que sí, otros que no. Todo a los gritos. Repitió la pregunta. “¿Se van a portar bien?”. Era una pregunta retórica, una especie de saludo. La batería arrancó. Abajo miles de jóvenes saltaban. A pensar, a reaccionar, a relajar, a despotricar/ A decir estupideces. Eran las 22.50 del penúltimo día del año. 30 de diciembre de 2004. A ser idiota por naturaleza/ Y caer siempre ante la vaga certeza/ De que en esta tierra todo se paga. Callejeros empieza su último concierto del año, la tercera noche consecutiva en República de Cromañón, el reducto rockero que había inaugurado Omar Chabán ese año. Más de 3.500 personas saltan al ritmo de la música, cantan, gritan, transpiran. A consumirme, a incendiarme, a reír sin preocuparme/ Hoy vine hasta acá. La banda abrió la noche con Distinto, un tema del álbum que habían sacado pocos meses antes; detrás de ellos un telón, una gran bandera, con la ilustración de la tapa de CD. Alguien –un chico, un adolescente, un joven: nunca se sabrá- enciende una especie de bengala. La candela tres tiros voló hacia el techo. La masacre está a punto de perpetrarse.
Tal vez sea una construcción posterior, tal vez sea un modo de encontrar explicación a lo que sucedió o de darle un orden al desastre. Lo cierto es que varios de los sobrevivientes dicen recordar, haber visto, el momento exacto en que la candela entró en contacto con la media sombra, como el fuego se esparció sobre el techo. Una bolita ígnea que alcanzó la media sombra y corrió sobre ella, como si fuera la pelota de un pinball, rasgándola, haciendo crecer la masa ígnea, llegando hasta los paneles que cubrían el techo. Las llamas naranjas iluminaron a la multitud. Y el techo se empezó a desgajar sobre sus cabezas. Ya fueron más los que vieron qué sucedía. Comenzaron las corridas incómodas, imposibles en el lugar rebalsado. Se cortó la música, los integrantes de Callejeros descubrieron el fuego, algunos salieron por detrás del escenario, otros buscaban con los ojos a sus familiares que estaban en el vip, en la planta alta del lugar. Abajo se había desatado una estampida. Todos empezaban a buscar la salida. De pronto se cortó la luz. Todo quedó oscuro. Fue como si la falta de luz aguzara el oído.
Ahora la banda de sonido, lo que se escuchaba era insoportable. Gritos, aullidos, llamados a seres queridos, quejidos, ruegos, ruidos de cuerpos chocando entre sí. No se veía nada. Al fondo la luz de la que venía de la calle era tenue porque entraba por una de las pocas puertas abiertas. No había luces de emergencia (ni siquiera quedaba el recurso de los celulares: no venían con linterna en esa época). Un cartel rojo dirigió a muchos hacia una salida pero esas puertas estaban cerradas. Muchos fueron los que empujaron y empujaron pero sólo pudieron separar unos centímetros una hoja de la otra, apenas para que pasara un hilo de luz. Esas puertas que debían funcionar como amplia salida de emergencia estaban cerradas con candado y por si eso no alcanzara, atadas con unos alambres para asegurar que no se abrieran, para que nadie se colara a la sala por allí. Pero impidiendo que nadie saliera por allí. Los que estaban en la planta alta, en los palcos y el vip, estaban atrapados: allí no había salida hacia el exterior. Debían bajar a tientas, al embudo por el cuál intentaban salir más de tres mil personas. Algunos se lanzaron desde más de 4 metros de altura.
Lo que la oscuridad no permitía ver, lo que sólo se intuía por el olor, las toses, la dificultad para respirar, era el humo espeso, negro y tóxico que se desprendía de los materiales del techo. Unos pocos intentaron apagar el fuego. Descubrieron que la mayoría de los matafuegos no funcionaban. Las llamas se fueron extinguiendo, se apagaron por la intervención de estos valientes y por causas naturales. Pero el principal agente asesino de esa noche ya se había desatado: ese humo negro, envenenado, que así como tiznaba las caras y las manos, ennegrecía por dentro los pulmones y los sellaba.
Un aviso de incendio en un boliche de Once llegó al cuartel de bomberos más cercano. Los efectivos salieron raudos más por oficio que por creer que la situación era grave, pensaron que se trataría de una intervención de rutina: una máquina que se había incendiado, un tacho de basura en llamas. Al llegar a la calle Bartolomé Mitre se dieron cuenta de que la situación era atípica. Una multitud merodeaba, entre perdida y frenética, por los alrededores del local. Había olor a quemado y una nube negra y ominosa se escapaba por las puertas vaivén. Los chicos salían como escupidos, con dificultades para respirar, en cuero, descalzos. La vereda estaba tapizada de cuerpos. Era difícil saber si estaban vivos o muertos. Muchos apenas salían, volvían a ingresar al lugar para rescatar a otros, a buscar a un ser querido que se separó de su mano en medio de la oscuridad. Algunos bomberos vieron ese doble portón ancho que debía oficiar como salida de emergencia apenas separadas las hojas entre sí, por esa pequeña brecha salían brazos desesperados, clamando por ayuda, se veía alguna cara aplastada por la estampida contra el marco. Por ese estrecho resquicio salía también el humo negro. Después de mucho trabajo y de mucha fuerza, los bomberos lograron abrir la puerta. Muchos chicos cayeron hacia la calle. Fueron aplastados por los que podían correr todavía.
Adentro algunos intentaban llegar a la salida, otros ya habían caído desvanecidos. Muchos cargaban al primero con el que se tropezaban para sacarlo a la calle. Afuera el sonido de las sirenas de las ambulancias y las autobombas que no paraban de llegar. No importaba cuántas fueran, a esa altura varios se habían dado cuenta de que no alcanzarían.
Afuera, en la calle, el caos se multiplicaba. Había vecinos que ayudaban, médicos que arribaban espontáneamente a dar una mano, gente que ofrecía sus autos particulares para trasladar a las víctimas, otros que acercaban agua. Algunos de los que habían logrado sobrevivir lloraban sobre el cadáver de una pareja, de un hermano, de un amigo. Otros buscaban desesperados reconocer una cara entre los que eran subidos a una ambulancia o estaban tirados contra las persianas metálicas de un negocio cerrado. Omar Chabán merodeaba por el lugar, sin atinar a hacer nada. No podía concebir lo que estaba sucediendo en su boliche: tal vez por su cabeza pasaban las imágenes de todas las licencias que se había tomado en la preparación del local, de todas las coimas pagadas. Algunos de los músicos habían salido por la puerta de atrás del escenario, la que conectaba con el hotel vecino y seguían lo que sucedía desde sus habitaciones. Dicen que otros, entraban y salían del local sacando gente, buscando a sus familiares.
Mientras tanto llegó el móvil de Crónica TV y el país se empezaba a enterar de lo que estaba ocurriendo. Esas primeras imágenes, parciales y nerviosas, algo desenfocadas –y los graphs que actualizaban el número de víctimas y lo siguieron haciendo durante días- mostraban que la catástrofe era mucho peor de lo que cualquiera pudiera imaginar.
La cifra de muertos aumentaba a medida que pasaba la noche del 30 de diciembre
También, cuando la noticia circuló, empezaron a llegar desde distintas partes de la ciudad y del Gran Buenos Aires los padres desesperados buscando a sus hijos. En el camino trataban de acordarse cómo iban vestidos sus hijos cuando salieron de la casa para intentar descubrir un color de pantalón, unas zapatillas, el dibujo de una remera que les diera esperanzas. Muchos empezarían una recorrida atroz por guardias y morgues que en algunos casos llevó diez días. No sólo fue complicado identificar algunos cadáveres, sino también a varios de los convalecientes. Con las guardias y los servicios de emergencia colapsados por la magnitud del siniestro los heridos fueron trasladados a hospitales no sólo de Capital Federal sino también del Conurbano. En total ingresaron pacientes desde Cromañón en 24 hospitales públicos y 11 clínicas privadas. En algunos hospitales pegaron en la entrada dos listas, las de vivos y muertos. Los padres se enfrentaban a esos papeles en la pared con el mayor temor que los atravesó en sus vidas. Algunos de los que al principio estaban en la lista de vivos pasaban, por desgracia, a la otra pocos días después.
Los bomberos estuvieron sacando cuerpos y buscando sobrevivientes desde las 11 de la noche hasta las cuatro de la mañana.
Dentro del boliche y en la guardia de los hospitales el sonido se uniformó: lo que se escuchaba principalmente era, de manera asordinada, los celulares sonando en el bolsillo de los chicos; eran los padres llamándolos para saber si estaban bien ante la circulación de las noticias. Llamados que sus hijos no pudieron atender.
Durante las primeras horas rigió el caos. Demasiada gente, demasiado dolor. Se mezclaban los profesionales con los voluntarios (y los voluntaristas), los aturdidos, los familiares preocupados, los periodistas y los curiosos. Había desorden y desesperación. Los especialistas no pudieron hacer rápido un cordón para alejar a los que no debían estar. Los ánimos no permitían que hubiera una acción represiva para realizarlo.
Las fotos de esos momentos son desoladoras. Los chicos cargando en sus hombros a otros, las caras teñidas de negro. Una madre mirando las caras de los que están en el piso. Las filas de cadáveres y un policía tapando sus caras con bolsas como de consorcio. Un bombero exhausto apoyada contra una autobomba, como buscando una explicación. Y todos, todos, los que estaban dentro del boliche, los que llegaron a asistir, los familiares, todos todos todos, con las miradas vacías, perdidas. Están aturdidos, aterrados, desesperados, partidos al medio, destrozados. Demasiado horror.
Durante las primeras horas rigió el caos. Demasiada gente, demasiado dolor. Se mezclaban los profesionales con los voluntarios
Fueron 194 muertos y más de 1400 heridos. Una cifra espeluznante. Hubo muchas más muertes. Decenas de suicidios en los años posteriores y muchos padres que enfermaron, que el dolor se les hizo imposible de resistir.
A la mañana siguiente la ciudad estaba aplastada. Pocas veces el ánimo luctuoso fue tan masivo. Aún sin cifras claras, sin conocer las causas específicas, la magnitud del desastre quedó clara desde el principio. Con el agravante de que la mayoría de esos muertos eran jóvenes, muy jóvenes. El promedio de edad de los que murieron fue de 22 años. El más chico fue un bebe de 10 meses. Sólo 27 de los 194 superaban los 30 años de edad.
Tuvieron que pasar varios días para comprender no sólo la mecánica del momento en que se desató el incendio sino la sumatoria de causas que provocaron la masacre. Corrupción, ineptitud, negligencia. Ausencia absoluta de una política de cuidados.
El aforo autorizado del local era de 1035 personas. No sé sabe con exactitud cuánta gente había ingresado esa noche en Cromañón. Se calcula que más de 3500, algunos sostienen que pueden haber habido 4.000. Se habían puesto a la venta 3.550 tickets. Y hay constancias de que se habían vendido 3.100. A eso hay que sumarle los invitados, los familiares de la banda, los (muchos) colados. Había, en definitiva, el triple o el cuádruple de la gente que estaba permitida.
La habilitación del local estaba vencida y no era para un sitio en el que tuvieran lugar recitales multitudinarios sino para un local bailable Clase C: antes había funcionado una bailanta llamada El Reventón. Se comprobaron el pago de coimas a inspectores y funcionarios de la Ciudad para que el boliche siguiera en funcionamiento. También a la policía para que hiciera la vista gorda con todas estas irregularidades, con la laxitud del cacheo, con la cantidad de gente ingresante, la venta de alcohol, el ingreso de menores, con la clausura ilegal de las puertas de emergencia y demás.
Había 15 matafuegos en el lugar pero sólo 4 estaban cargados y funcionaban correctamente.
Las zapatillas de lona como símbolo para recordar a las víctimas de Cromañón
Cromañón no contaba con las salidas de emergencia adecuadas y las puertas que debían funcionar como las principales salidas de emergencia tenían puesto candado y el abridor de adentro del local estaba atado con alambres para inutilizarlo: cerraron esas puertas a cal y canto para que nadie se colara por allí.
El cacheo del público también fracasó: está claro que hubo gente que ingresó con pirotecnia.
La media sombra que colgaba sobre los asistentes no era ignífuga, cómo debió haber sido (pese a que en el juicio Chabán mintió que sí), sino de poliuretano, un material muy inflamable. Pegadas al hormigón del cielorraso había planchas de espuma de poliuretano, de color beige y 2,5 centímetros de espesor, como las que se usan en la fabricación de colchones, a base de isocianato y polioxipropileno. Sobre éstas se había colocado guata blanca, de 6 centímetros de espesor, una resina poliéster de la familia del polietileno tereftalato. La media sombra, al quemarse, desprendió dióxido de carbono, monóxido de carbono y acroleína. El poliuretano expulsó cianuro de hidrógeno (ácido cianhídrico), dióxido de carbono, monóxido de carbono, óxidos de nitrógeno y vapores de isocianato. Y la guata exhaló dióxido de carbono y monóxido de carbono.